15 de abril de 2004, 1 mes viviendo en Buenos Aires
Sí. Finalmente me decidí. Hace casi un mes que me mudé a Buenos Aires y estoy encantado. Ya empecé a trabajar. Ya me instalé. Me queda una cosa pendiente. El gimnasio.
Después de años de ver Cormillots, Amuchásteguis, Caterine Fulops, y otros especímenes por TV machacándonos día tras día, insisitiendo con las bondades de hacer actividad física, me convencieron. Hoy es el día. Hoy empiezo el Gimnasio. Esa manía de la gente citadina de ir a sufrir a un lugar atestado de gente con cuerpos infinitamente mejores que el propio, donde hace mucho calor, hay música ensordecedora, hay que hacer mucha fuerza, sentir que el cuerpo se te va a romper y para colmo, con la certeza de que los resultados se verán, si es que se ven, dentro de, por lo menos 7 u 8 meses. Bicho extraño el ser humano. Pero ya se sabe. Hacer gimnasia es saludable, afina cuerpos –más no personalidades-, es políticamente correcto, es socialmente bien visto. Afortunadamente, a 50 metros de casa tengo un gimnasio BBB (bueno, bonito y barato), lo cual fue decisivo, porque si hubiera tenido que caminar sólo 100 metros, eso hubiera hecho trizas mi frágil decisión.
Al llegar allí, con el atuendo apropiado, que tuve que salir a comprar ese día, pagar la mensualidad por adelantado, y recibir mi credencial identificatoria, me invitan a conocer las instalaciones del lugar. Bastante bien equipado, buena decoración, varios pisos, ascensor y otros lujitos, que quedan totalmente desdibujados cuando uno empieza sufrir con los abdominales, y las otras abominables máquinas de tortura.
Me presentan al instructor, que, como no podía ser de otro modo, es quien te “instruye” o te “destruye” según se vea, a cerca de cómo llegar a las 10 flexiones sin morir en el intento y si es posible, sin despeinarse ni quedar impresentablemente sudado. El tipo, tan rubio e insípido como fibroso, nacido en Bielorrusia, un ex -gimnasta profesional en su país, cuyo nombre es Dumak, me mira de arriba a abajo, con un dejo de desprecio y pregunta secamente en un castellano casi inentendible si quiero marcar los músculos, quemar grasas, crecer la masa muscular, o tonificar. A lo que contesto muy suelto de cuerpo que me llevo el combo completo. Recibo por respuesta una risita sarcástica y una cara de incredulidad. Allá Él.
Acto seguido, Dumak me escribe en una ficha una “jutina” (lo dice así, con “jota”), que debo seguir cada vez que vaya a la sesión. 10 minutos de cinta, 5 series de 20 abdominales, media hora en los aparatos y para finalizar media hora de cinta otra vez.
Miro a mi alrededor. Veo a algunos bien marcados. Cuerpos trabajados. Estan levantando pesas y barras. Pienso: “A éstos no les hace falta hacer esto”. “A qué vienen?”. “A mostrarse”. El instructor interrumpe esta banal conversación conmigo mismo al grito de “Vamos, vamos!, pilas! pilas!.
Al comenzar a correr en la cinta, siento en mis pantorrillas un ardor insoportable. “Es lo normal”, me consuelo. Tengo una TV enfrente mío a la que ignoro. Trato de no pensar en nada y seguir corriendo. Para mi sorpresa, el fuego en las pantorrillas se me va justo cuando estaba a punto de abandonar y huir despavorido.
Paso a los aparatos. Se ven chicos, chicas y señoras grandes. Mi rutina dice pectorales 3 series de 10, pero al llegar al número 6, siento que la muerte se me viene encima. Pero no, no es la muerte. Es Dumak que viene en mi auxilio. Al mirar a los demás, no dejo que él me ayude, de modo que, por el honor, en un esfuerzo sobrehumano llego a las 10. Puf.
Ya de nuevo en la cinta, las cosas se hacen más livianas. A mi lado hay una mujer, rubia ella, cuarentona larga. El reloj de la cinta donde corre marca 1 hora y media. Casi me largo a llorar. No puedo con mi genio y le pregunto, casi sin aire, cómo hace para correr tanto. “Lo hago todos los días”, me responde, no sin un aire de superioridad, como si quisiera volver para atrás el reloj biológico a medida que la cinta cuenta vueltas para adelante. Creo que va por buen camino, y la impresión bastante literal de que en la cinta no llegás a ningún lado se desvanece, porque la veo y es una gacela corriendo, ni siquiera resopla y hasta se da el lujo de conversar con el instructor, carcajadas incluidas, sin dejar de correr. Al llegar a los 7 minutos decido que es suficiente por este primer día y presiono el botón stop de la bendita máquina, y al quererme bajar, siento un mareo que casi me estrello contra el piso. Nuevamente acude en mi ayuda el solícito Dumak, quien me explica que es lo normal en estos casos, que camine un poco y se me pasa.
Por el medio del salón una mujer muy linda llama la atención. Preguntando me entero que es la dueña del Gym, Silvia Chediek. Con DNI y cara de 50 pero cuerpo de 20, Silvia es la envidia de todas las chicas que están acá. Lo veo en sus caras.
Llego a casa reptando, arrastrando la mochila, que solo tiene una botellita de agua casi vacía, el celular y las llaves de casa, pero para mí es un container lleno de plomo que llevo colgando del hombro. Cartel en la puerta del ascensor: “No funciona”. Quiero gritar de rabia, pero las pocas energías restantes no me lo permiten. Respiro muy hondo y me dispongo a subir por la escalera los siete pisos hasta mi departamento, no sin antes maldecir al mundo entero en 10 idiomas y 20 dialectos, ante la mirada del inefable vecino, Don José, que está en la misma que yo, salvo por el detalle que vive en el primer piso. “Usted es jóven”, me dice el buen señor éste, “de paso hace gimnasia” me dice con un tono muy paternal, sin imaginarse que de eso vengo.
Apenas me alcanzan las últimas energías para bañarme y entrar en la cama.
Me acuesto. En un súbito ataque de optimismo pienso que, a pesar de todo, esto va a estar bueno, con la ilusión cómoda que con el correr de los días la cosa se va a ir puliendo, y que al llegar al verano la panza mutará en tabla de lavar. También me pregunto si vale la pena el sacrificio solo por tener la panza chata y poderme sacar la remera en la playa sin vergüenza. Antes de poder contestar éstas preguntas, quizás con una respuesta negativa, el sueño llega, oportunamente y por suerte.